Lección de escritura
Hubiera
sido poco prudente prolongar la aventura, e insistí ante el jefe para que se
procediera cuanto antes a los intercambios. Aquí se ubica un extraordinario
incidente que me obliga a volver un poco atrás. Se sospecha que los nambiquara
no saben escribir; pero tampoco dibujar, a excepción de algunos punteados o
zigzags en sus calabazas. Como entre los caduveo, yo distribuía, a pesar de
todo, hojas de papel y lápices con los que al principio no hacían nada.
Después, un día, los vi a todos ocupados en trazar sobre un papel líneas
horizontales onduladas. ¿Qué quería hacer? tuve que rendirme ante la evidencia:
escribían, o más exactamente, trataban de dar al lápiz el mismo uso que yo le
daba, el único que podían concebir, pues no había aún intentado distraerlos con
mis dibujos. Para la mayoría, el esfuerzo terminaba aquí; pero el jefe de la
banda iba más allá. Sin duda era el único que había comprendido la función de
la escritura: me pidió una libreta de notas; desde entonces, estamos igualmente
equipados cuando trabajamos juntos. Él no me comunica verbalmente las
informaciones, sino que traza en su papel líneas sinuosas y me las presenta,
como si yo debiera leer su respuesta. Él mismo se engaña un poco con su
comedia; cada vez que su mano acaba una línea, la examina ansiosamente, como si
de ella debiera surgir la significación, y siempre la misma desilusión se pinta
en su rostro. Pero no se resigna, y está tácitamente entendido entre nosotros
que su galimatías posee un sentido que finjo descifrar; el comentario verbal
surge casi inmediatamente y me dispensa de reclamar las aclaraciones
necesarias.
Ahora
bien, cuando acabó de reunir a toda su gente, sacó de un cuévano un papel
cubierto de líneas enroscadas que fingió leer, y donde buscaba, con un titubeo
afectado, la lista de los objetos que yo debía dar a cambio de los regalos
ofrecidos: ¡a éste, por un arco y flechas, un machete! ¡a este otro, perlas por
sus collares...! Esta comedia se prolongó durante horas. ¿Qué era lo que él
esperaba? Quizás engañarse a sí mismo, pero más bien asombrar a sus compañeros,
persuadidos de que las mercancías pasaban por su intermedio, que había obtenido
la alianza del blanco y que participaba de sus secretos. La escritura había
hecho su aparición entre los nambiquara, pero no al término de un laborioso
aprendizaje, como era de esperarse. Su símbolo había sido aprehendido, en tanto
que su realidad seguía siendo extraña. Y esto, con vistas a un fin sociológico
más que intelectual. No se trataba de conocer, de retener o de comprender, sino
de acrecentar el prestigio y la autoridad de un individuo -o de una función- a
expensas de otro. Un indígena aún en la
Edad de Piedra había adivinado, en vez de comprenderlo, que
el gran medio para entenderse podía por lo menos servir a otros fines. Después
de todo, durante milenios, y aún hoy en una gran parte del mundo, la escritura
existe como institución en sociedades cuyos miembros, en su gran mayoría, no
poseen su manejo.
Ahora
bien, el escriba raramente es un funcionario o un empleado del grupo: su
ciencia se acompaña de poder, tanto, que el mismo individuo reúne a veces las
funciones de escriba y de usurero; no es que tenga necesidad de leer y escribir
para ejercer su industria, sino porque de esta manera es, doblemente, quien domina a los otros.
La
escritura es una cosa bien extraña. Parecería que su aparición hubiera tenido
necesariamente que determinar cambios profundos en las condiciones de
existencia de la humanidad; y que esas transformaciones hubieran debido ser de
naturaleza intelectual. La posesión de la escritura multiplica prodigiosamente
la amplitud de los hombres para preservar los conocimientos. Bien podría
concebírsela como una memoria artificial cuyo desarrollo debería estar
acompañado por una mayor conciencia del pasado y, por lo tanto, de una mayor
capacidad para organizar el presente y el porvenir. Después de haber eliminado
todos los criterios propuestos para distinguir la barbarie de la civilización,
uno querría por lo menos retener éste: pueblos con escritura, que, capaces de
acumular las adquisiciones antiguas, van progresando cada vez más rápidamente
hacia la meta que se han asignado; pueblos sin escritura, que, impotentes para
retener el pasado más allá de ese umbral que la memoria individual es capaz de
fijar, permanecerían prisioneros de una historia fluctuante a la cual siempre
faltaría un origen y la conciencia durable de un proyecto.
Sin
embargo, nada de lo que sabemos de la escritura en la evolución humana
justifica tal concepción. Una de las fases más creadoras de la historia se
ubica en el advenimiento del neolítico: a él debemos la agricultura, la
domesticación de los animales y otras artes. Para llegar a ello fue necesario
que durante milenios pequeñas colectividades humanas observaran, experimentaran
y transmitieran el fruto de sus reflexiones. Esta inmensa empresa que se
desarrolló con un rigor y una continuidad atestiguados por el éxito, en una
época en que la escritura era aún desconocida. Si esta apareció entre el cuarto
y el tercer milenio antes de nuestra era, se debe ver en ella un resultado ya
lejano (y sin duda indirecto) de la revolución neolítica, pero de ninguna
manera su condición. ¿A qué gran innovación está unida? En el plano de la
técnica, sólo se puede citar la arquitectura. Pero la de los egipcios o la de
los súmeros no era superior a las otras de ciertos americanos que ignoraban la
escritura en momento del descubrimiento. Inversamente, desde la invención de la
escritura hasta el nacimiento de la ciencia moderna, el mundo occidental vivió
unos cinco mil años durante los cuales sus conocimientos, antes que
acrecentarse, fluctuaron.
En el
neolítico, la humanidad cumplió pasos de gigante sin el socorro de la
escritura; con ella, las civilizaciones históricas de Occidente se estancaron
durante mucho tiempo. Sin duda, mal podría concebirse la expansión científica
de los siglos XIX y XX sin escritura. Pero esta condición necesaria no es
suficiente para explicar el hecho.
Si se
quiere poner en correlación la aparición de la escritura con ciertos rasgos
característicos de la civilización, hay que investigar en otro sentido. El
único fenómeno que ella ha acompañado fielmente es la formación de las ciudades
y los imperios, es decir, la integración de un número considerable de
individuos en un sistema político y su jerarquización en castas y en clases.
Tal es, en todo caso, la evolución típica a la que se asiste, desde Egipto
hasta China, cuando aparece la escritura: parece favorecer la explotación de
los hombres antes que su iluminación. Esta explotación, que permitía reunir a
millares de trabajadores para constreñirlos a tareas extenuantes, explica el
nacimiento de la arquitectura mejor que la relación directa que antes
encaramos. Si mi hipótesis es exacta hay que admitir que la función primaria de
la comunicación escrita es la de facilitar la esclavitud. El empleo de la
escritura con fines desinteresados para obtener de ella satisfacciones
intelectuales y estéticas es un resultado secundario, y más aún cuando no se
reduce a un medio para reforzar, justificar o disimular el otro.
Sin
embargo, existen excepciones: África indígena ha poseído imperios que agrupaban
a muchos cientos de millares de súbditos; en la América precolombina, el
de los Incas reunía millones. Pero en ambos continentes esas tentativas se
revelaron igualmente precarias. Se sabe que el imperio de los Incas se
estableció alrededor del siglo XII; los soldados de Pizarro no hubieran
triunfado fácilmente sobre él si no lo hubieran encontrado, tres siglos más
tarde, en plena descomposición. Pudiera ser que esos ejemplos comprobasen la
hipótesis en vez de contradecirla. Si la escritura no bastó para consolidar los
conocimientos, era quizás indispensable para fortalecer las dominaciones.
Miremos más cerca de nosotros: la acción sistemática de los Estados europeos en
favor de la instrucción obligatoria, que se desarrolla en el curso del siglo
XIX, marcha a la par de la extensión del servicio militar y la proletarización.
La lucha contra el analfabetismo se confunde así con el fortalecimiento del
control de los ciudadanos por el poder. Pues es necesario que todos sepan leer
para que este último pueda decir: la ignorancia de la Ley no excusa su cumplimiento.
La
empresa pasó del plano nacional al internacional, gracias a esa complicidad que
se entabló entre jóvenes Estados -enfrentados con problemas que fueron los
nuestros hace dos siglos- y una sociedad internacional de poseedores,
intranquila por la amenaza que representan para su estabilidad las reacciones
de pueblos, mal llevados por la palabra escrita a pensar en fórmulas
modificables a voluntad y a exponerse a los esfuerzos de edificación.
Accediendo al saber asentado en las bibliotecas, esos pueblos se hacen
vulnerables a las mentiras que los documentos impresos propagan en proporción
aún más grande. Sin duda, la suerte está echada. Pero en mi aldea nambiquera,
las cabezas fuertes eran al mismo tiempo las más sabias. Los que no se
solidarizaron con su jefe después que este intentó jugar la carta de la
civilización (luego de mi vista fue abandonado por la mayor parte de los suyos)
comprendían confusamente que la escritura y la perfidia penetraban entre ellos
de común acuerdo. Refugiados en un matorral más lejano, se permitieron un
descanso. El genio de su jefe que percibía de un golpe la ayuda que la
escritura podía prestar a su control, alcanzando de esa manera el fundamento de
la institución sin poseer su uso, inspiraba, sin embargo, admiración.
Lévi-Strauss, Cl. “Lección de escritura”, en Tristes Trópicos, Eudeba, 1970.
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